El hombre está llamado “para que donándose a sí mismo a Dios y donando consigo mismo todo el mundo visible, participe en la vida divina, y para que como hijo adoptivo se haga partícipe de la verdad y del amor que está en Dios y proviene de Dios. Justamente en el camino de la elección eterna del hombre a la dignidad de hijo adoptivo de Dios, se alza en la historia la Cruz de Cristo, Hijo unigénito que, en cuanto « luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero », ha venido para dar el testimonio último de la admirable alianza de Dios con la humanidad, de Dios con el hombre, con todo hombre” (Dives in misericordia, nº 7).
¡Somos hijos de Dios! ¡Ésta es una verdad extraordinaria de nuestra fe, un don extraordinario de la Misericordia de Dios! En estos días, cuando vivimos el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, recordamos especialmente que gracias a Él también somos hijos e hijas de Dios. En Jesús, Dios nos eligió para ser sus hijos y, a través de la cruz de Cristo, hizo una alianza con nosotros que nos salva, nos salva de nuestros pecados.
Ser hijo de Dios es un regalo de valor incalculable, una gracia especial, pero también una tarea para nosotros. ¡Es exigente!
¿Es tu vida un testimonio para los demás de quién eres y de quién es tu Dios?
Tus decisiones diarias, tus pequeñas acciones, ¿muestran al mundo a Dios, que es amor y misericordia?
“Oh momento actual, tú me perteneces por completo,
Deseo aprovecharte cuanto pueda,
Y aunque soy débil y pequeña,
Me concedes la gracia de Tu omnipotencia.
Por eso, confiando en Tu misericordia,
Camino por la vida como un niño pequeño
Y cada día Te ofrezco mi corazón
Inflamado del amor por Tu mayor gloria” (D. 2)