“Las palabras del sermón de la montaña: «Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7), ¿no constituyen en cierto sentido una síntesis de toda la Buena Nueva, de todo el «cambio admirable» (admirabile commercium) en ella encerrado, que es una ley sencilla, fuerte y «dulce» a la vez de la misma economía de la salvación? Estas palabras del sermón de la montaña, al hacer ver las posibilidades del «corazón humano» en su punto de partida («ser misericordiosos»), ¿no revelan quizá, dentro de la misma perspectiva, el misterio profundo de Dios: la inescrutable unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, en la que el amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la perfección de la justicia?” (Dives in misericordia, nº 8).
Dios es el origen de todo lo que existe, de todo lo que es bueno y bello. Él es nuestro principio. Él nos concibió a cada uno de nosotros por amor en lo más profundo de Su misericordia y nos envió al mundo, al igual que Su Hijo, para que llevemos Su misericordia dondequiera que vayamos. Él nos creó por misericordia y para la misericordia. Él nos moldeó para que nuestros corazones fueran capaces de tener misericordia, y bendijo cada esfuerzo que hacemos por abrir nuestros corazones a Su misericordia y permitirle mostrar misericordia a nuestras hermanas y hermanos a través de nosotros.
¿Cómo cuidas tu corazón?
¿Qué haces para ser cada vez más misericordioso?
¿A dónde te envía Dios hoy para llevar allí Su misericordia? (Sería bueno que te hicieras esta pregunta todos los días…)
“Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia Mi. Debes mostrar misericordia al prójimo siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte. Te doy tres formas de ejercer misericordia al prójimo: la primera – la acción, la segunda – la palabra, la tercera – la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mi” (D. 742).